El joven y supuestamente macedonio Asdrúbal avanzaba penosamente por el desierto con varios huesos quebrados y el ánimo aplastado por inmensas fuerzas ante las que de ningún subterfugio disponía.
Recorría las dunas arrastrando ambos pies y sosteniendo con una mano su brazo contrario, el cual notaba como si fuese un trozo de madera.
Con dificultad para respirar y una quemazón sofocante en el pecho, percibía el arenoso aire que inhalaba como fuego así como sentía una opresión sorda en el cuello, semejante a una pesada bota persa sobre su tráquea.
Las cenizas calientes del Etna, en ebullición en aquellos tiempos, cauterizaban sus heridas y la brisa del Egeo soldaba sus quebrantados huesos.
Salió con el título de caballero bajo el brazo de la academia de la acrópolis ateniense y con un odre de vino y un escudo.
- ¿Sin caballo ni espada? preguntó a la salida, bajo el friso del templo.
- No hay caballo ni espada para los leprosos, le contestó su maestro de armas.
- Sabe usted que no tengo lepra alguna.
- Reconozco que se trata de una situación coyuntural, pero usted ha aprendido a luchar como yo le he enseñado, le irá bien en la vida, le dijo de nuevo.
Acto seguido el joven Asdrúbal vomitó sangre a sus pies y con un gesto de repulsa, Exógenes dio media vuelta.
La isla de Tera... La ansiada isla de Tera. En su imaginación observaba palmeras datileras y sicómoros a orillas de una vasta playa de arena fina. Mujeres bañándose con togas vaporosas y un desfile militar en el que era reconocido como general de los ejércitos. Batallas ardorosas arrasando al enemigo aqueménida...
Pero sucedió en realidad que a su llegada a Tera le dieron una capa raída de color ocre, una espada de madera de pino de Alepo deficientemente tallada y lo montaron en un asno, en olor de multitudes. Le aplaudían y le agitaban ramos de olivo y hojas de palma secas.
Tras la presentación en la corte de la gobernadora, le entregaron una lista de trabajos como a Heracles y lo despidieron entre vítores.
El primero de los trabajos consistía en librar los muelles de una epidemia de ratas rabiosas.
A la noche regresaba escoltado por unos piqueros que le encadenaban los pies maltrechos y le pinchaban en la carne en la espalda, supuestamente para endurecer su cuerpo.
Estos lanceros tenían ánimos territoriales acérrimos y se reían de como regresaba el forastero agotado, hambriento y sediento.
En un establo pusieron un montón de heno entre bueyes y asnos, y amarrábanle las cadenas al suelo para que no escapase. Le llenaban la bolsa de vino a dos tercios con vinagre y le tiraban un mendrugo de pan ácimo y un pedazo de queso de cabra.
Durante casi cuatro años estuvo aniquilando ratas con su espada de madera, mientras jóvenes adinerados, hijos de sacerdotes y mequetrefes diversos fueron enviados en masa a formarse a escuelas de caballería ecuestre. Tal fue el impacto de su presentación que surgió una epidemia de pasión por la caballería que llamaron la "anvidia".
Y así sobornaron a los jueces de escuela para evitar las pruebas de acceso.
Unos fueron a la propia Atenas, otros a Tiro o a Creta. Allá gozaron de todas las facilidades y honores, y regresaron en corceles blancos y otros zahínos, con espadas relucientes debidamente ornamentadas, parazonios y lanzas brillantes.
Mientras tanto llevabánle a la eglesia en domingo en donde algunos caballeros piadosos le metían monedas en los calzones que luego recuperaban los sacerdotes.
En sábado lo desnudaban en el mercado para mostrar las exhuberancias de los atributos extranjeros y se le acercaban algunas mozas teranas, generalmente viudas y repudiadas, a decirle improperios y groserías en público, como era tradición.
Un día un sacerdote le envío al establo a un comerciante de esclavos que le presento a Crisanta, una joven bella e inteligente raptada de niña en Egipto y que a pesar de sus dotes era rechazada por su ausencia de sangre terana o helena.
La eglesia del templo de Apolo la había vendido recientemente al esclavista. De tez bronceada y ojos verdes hubiera llamado más la atención de los hombres de no haber sido por una viruela que le había carcomido gran parte de la cara.
Pensaban los sacerdotes de Apolo que siendo un hombre fuerte y valiente, combinado con aquella egipcia bella, darían robusta descendencia de la que hacerse cargo.
Y tras 7 noches en el establo, ambos encadenados, quedó ella encinta y a recaudo de nuevo de la eglesia, que volvió a pagar la suma previa, más un plus por el futuro sucesor.
Llenóse la isla de caballeros bien armados, a los que les rendían el mayor culto y respeto, casábanlos con las más bellas y otorgábanles las mejores casas, mientras Asdrúbal, en su establo sufría de úlceras varias.
Un día el hijo benjamín del sacerdote del templo de Apolo preguntó a su padre
- ¿No era este el caballero forastero que aclamamos a su llegada?
- Así es, hijo, así es.
- Padre, ¿por qué él no lucha con nuestro ejército y defiende nuestra ciudad?
- Hijo, digamos que lleva mucho tiempo matando ratas y no está para enfrentarse a hombres.
- Entonces ¿para qué lo trajisteis padre, si no nos ayudará?
- Hijo, nos hemos dado cuenta que podemos forjar nuestros propios caballeros. No queremos más forasteros. Compáralo ahora con los nuestros, mira qué diferencia.
- ¿Pero si le hubiérais dado una espada y un caballo y permitido entrenar en el coliseo no sería ahora un gran guerrero?
- Hijo mío, hay cosas que aún no puedes entender. Además un mercader griego nos contó un secreto nada más que llegó.
- ¿Qué secreto, padre?
- Tiene lepra.
- ¿En serio?
- No, pero teniéndolo así podemos enseñar a la gente lo patéticos que son los caballeros griegos.